Había salido de su casa sin cruzarse con nadie. Al llegar a la esquina camino al subte debió esperar a que el semáforo le diera paso. Le gustaba esperar los semáforos aunque no vinieran autos, entonces se sentía un poco como bicho raro y ajeno a la masa ingente que se mueve histérica y compulsivamente por la ciudad.
Bajó las escaleras y tomó el primer tren que llegó, mas o menos como cualquier día. Mas lo inesperado ocurriría.
Cruzó la misma plaza de siempre, esquivó veredas rotas y personas sobre la callejuela angosta que recorría casi a diario. Ingresó al edificio.
Y fue justo cuando se aprestaba a subir al ascensor que lo inesperado ocurrió.
Casi no pudo articular palabra, ¿qué hacía ella ahí? ¿desde cuándo deambulaban por los mismos pasillos? ¿cómo no se había enterado? Hacía tanto que no la veía, años quizá... Cruzaron saludos, sonrisas, miradas. Y sin más, cada uno siguió su camino.
En el cubículo de acero no podía evitar sonreir y casi sonrojarse. No sabía si lo que había sucedido había ocurrido en verdad o se lo había imaginado. No importaba.
Algunas personas llenan de luz el mundo, pensó mientras acomodaba las cosas en el escritorio.
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